Desde fuera los profanos sienten que la heladería se puede reducir a un simple oficio maquinal, donde la creatividad y la impronta personal no tienen cabida. Pero la heladería se muestra de otra manera a los que se acercan a ella con la actitud de los humildes y la curiosidad de los que disfrutan aprendiendo. Entonces todo cambia. Aquello que desde la distancia se veía como una figura plana y gris, una subdisciplina de la pastelería sin nada más que ofrecer que su rentabilidad, gana volumen y complejidad bajo otra luz. Porque cuando entras en su mundo quedas atrapado en un área de la gastronomía que es capaz de unir los extremos más opuestos, desde la precisión numérica de su método al impreciso mundo de las emociones que despierta un helado. Probablemente no exista otro producto que encierre tanta carga de racionalidad, de un lado, y tanta emocionalidad, del otro; tantas tablas, porcentajes y parámetros en su elaboración, y tantos recuerdos de la infancia. Es la magia del helado.

Así si en otras ocasiones hemos hablado de la compleja sencillez del helado (Arte Heladero 210), hoy nos detenemos en la “razonable emocionalidad” que fascina a tantos profesionales. Pasteleros como Artem Grachev, que en sus postres rinde tributo a la historia de su ciudad con la complicidad del helado; Irene Iborra, quien ha llevado la neurogastronomía un paso más allá a través de los recuerdos de los novios; y Yon Gallardo, que busca la vertiente más romántica del heladero en sus manos y en la técnica de las infusiones, saben de lo que hablamos. También lo saben Albert Soler, David Gil, Carlos Enríquez y Luca Cappelletti cuando nos hablan de helado en sus artículos. Y es que los contenidos de este número son la pura expresión de estos polos opuestos que solo se tocan de esa forma en la heladería.